
Sıla había llegado antes que todos, con las manos heladas y la mirada perdida en la calle. No era casualidad. Cada minuto, cada gesto, estaba medido. Se había sentado junto a la ventana para que él la viera nada más entrar, para que la imagen quedara grabada en su retina: ella, aparentemente serena, junto a otro hombre. Levent entró unos segundos después, como si fuera un catalizador cuidadosamente introducido en la escena. Su sonrisa era la de un amigo, pero la tensión de sus hombros delataba que también era parte de algo más grande, de un secreto que pesaba sobre ambos.
Kuzey, sin saberlo, cruzaba una frontera invisible. El murmullo de la cafetería se desvanecía en su mente, quedaba sólo ella, Sıla, y ese desconocido que ocupaba el lugar que él había soñado para sí mismo. La vio reír, y aquella risa —que tantas veces había sido su refugio— se convirtió en veneno. Cada gesto de ternura de Sıla hacia Levent era un golpe que le partía el alma. Sus manos se crisparon alrededor del vaso de café que no recordaba haber pedido; el calor del líquido no lograba devolverle el calor al cuerpo.Sıla sentía cada mirada de Kuzey como una daga. Por dentro gritaba, pero por fuera sostenía la máscara. Sabía que sólo así podría protegerlo de algo mucho peor, de un peligro que no se atrevía a nombrar en voz alta. Cada caricia fingida a Levent era una traición necesaria, cada palabra fría un ladrillo más en el muro que levantaba entre ellos para salvarle la vida. Levent, incómodo, seguía el guion en silencio, consciente de que estaba presenciando la autodestrucción de dos personas que se amaban.
El silencio estalló cuando Kuzey dio un paso al frente. No gritó, no hizo escena. Su voz, baja y rota, fue suficiente para congelar el aire: «¿Esto es lo que somos ahora?». Sıla quiso explicarse, pero las palabras se le quedaron pegadas a la garganta. Un par de clientes se giraron, percibiendo la tensión, mientras Levent bajaba la mirada. Fue el momento en que la función terminó y el público desapareció: sólo quedaron ellos tres y la verdad que ninguno podía decir.Kuzey dejó sobre la mesa un billete arrugado, gesto automático, y se dio la vuelta. Sus pasos sobre las baldosas frías sonaban como un tambor fúnebre. Cada metro que se alejaba de ella era un metro más de vacío en su pecho. No miró atrás; no quería ver los ojos de la mujer que amaba convertidos en un espejo de traición. La puerta se cerró con un sonido sordo, y el mundo que había reconstruido alrededor de Sıla se derrumbó.
Cuando la cafetería volvió a llenarse del rumor habitual, Sıla ya no podía sostenerse. Su cuerpo temblaba, las manos escondidas bajo la mesa, las lágrimas resbalando en silencio. La máscara se desmoronaba. Levent le puso una mano en el hombro, pero ella se apartó. «Déjame», susurró. Estaba sola en medio del ruido, con el corazón hecho trizas, sabiendo que el sacrificio que acababa de hacer quizá fuera el precio más alto que pagaría en su vida. Afuera, Kuzey caminaba bajo la lluvia sin saber que la traición que acababa de ver era, en realidad, el mayor acto de amor.